JMJ Lisboa

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DISCURSO DEL SANTO PADRE EN EL VÍA CRUCIS CON LOS JÓVENES

Colina Do Encontro – Parque Eduardo VII (Lisboa) Viernes 04 de agosto de 2023

Jesús es «el camino» (Jn 14,6). En los Evangelios lo encontramos la mayoría de las veces que va de camino. No se queda quieto, va a las plazas, a las orillas del lago, a los montes, al templo. No tiene dónde reclinar la cabeza (cf. Mt 8,20). No se deja condicionar por las expectativas de la gente, no se deja encasillar en un rol, ni capturar por ceremonias y ritos alejados de la realidad. Él pasa, recorre los surcos de la vida cotidiana, contempla los rostros, dirige su mirada hacia el que sufre y necesita esperanza, siente compasión por los que están cansados, tiende la mano a los que atraviesan momentos de dolor. Se detiene ante la historia de cada uno y se hace cargo de todos con ternura, para después retomar el camino.

La vida pública de Jesús es un continuo viaje; toda la vida de Jesús es un viaje. Habiendo crecido en la escuela de María, que “se levantó y partió sin demora” (cf. Lc 1,39) para visitar a Isabel, Él nos muestra que Dios sale de sí mismo para encontrar al hombre. Cristo es Aquel que se hizo como nosotros para venir a nuestro encuentro, hasta abajarse a nuestros pies para lavarlos, hasta sufrir nuestras llagas para curarlas, hasta llegar a lo más recóndito de nuestra humanidad: la soledad, el miedo, el sufrimiento, el dolor, el abandono, la muerte. Hasta el sepulcro. Sí, el Hijo de Dios subió al Calvario para poder bajar hasta nosotros, a lo más hondo. Porque así es el camino del amor, y «no hay amor más grande que dar la vida por los amigos» (Jn 15,13).

La cruz, que acompaña cada JMJ, es el icono de este camino. Es el signo sagrado del amor más grande, el amor con el que Cristo quiere abrazar nuestra vida. La cruz, entonces, nos revela la belleza del amor. Querido joven, querida joven, la paradoja de nuestra fe es esta: la belleza del Crucificado. La belleza de un amor que se me entrega totalmente. La belleza de un amor que lleva las señales de mis heridas. De un amor sin límites y concreto

al mismo tiempo, que por eso es creíble y nos lleva a caer de rodillas, a dejar que el corazón se conmueva, que las lágrimas surquen el rostro, que la oración susurre: «Señor, por tu inefable agonía, puedo creer en el amor» (P. Mazzolari, Un volto da contemplare, Milán 2001, 86).

Hermanos y hermanas, también esta tarde Jesús camina con nosotros. Camina a nuestro lado sin detenerse, sin descanso, sin pensar mínimamente que sea inútil, sin dejar de esperar, sin dejar de amarnos. Este es el vía crucis. Él «se va con la cabeza descubierta. La muerte, el viento, la injuria, todo lo recibe en la cara, sin aflojar nunca el paso. Se diría que lo que lo atormenta no es nada respecto a lo que espera» (C. Bobin, L’uomo che cammina, Magnano 1998, 11).

¿Qué espera Jesús? Espera abrir las ventanas de tu alma a la plenitud de su vida y de su amor; enjugar con su ternura tus lágrimas escondidas; colmar con su cercanía tu soledad; tu miedo con su consolación; liberarte de las cargas que te oprimen por dentro; sanar las heridas de tus pecados; hacerte salir de las parálisis de la tristeza, de la resignación, de la acedia del alma que apaga tu entusiasmo; empujarte a abrazar el riesgo de amar, para que seas un artesano de la gratuidad, lleno de atenciones hacia los más pobres, responsable del tiempo que te ha tocado vivir, de la sociedad y de la creación. Esto espera Jesús. Él, que «curó tus llagas allí —en la cruz— donde soportó largo tiempo las suyas»; Él, que

«te sanó de la muerte eterna allí —en la cruz— donde se dignó morir temporalmente» (S. Agustín, Tratados sobre el Evangelio de Juan, 3,3); es el que lucha y no se rinde para que tu vida no sea engullida por la oscuridad de la muerte. Y, por cada “muerte” que experimentes, desciende a tus abismos y te levanta a la vida, a su vida. Y al final de este camino, ha preparado para ti su mismo puerto de llegada, el cielo. Él trasformará el desenlace de tu existencia en un nuevo inicio, en una resurrección sin fin, en una vida de alegría y de paz eterna, sin luto ni lágrimas, sin dolor ni remordimientos.

Amigos, esto es lo que Jesús quiere y por eso Él, que «es el secreto de la historia, […] la llave de nuestros destinos» (S. Pablo VI, Homilía en Manila, 29 noviembre 1970), camina

hasta el Gólgota y sube a la cruz por nosotros. Él desea volver a encender en nosotros la luz de la belleza y hacernos centinelas de la esperanza, capaces de atrevernos a dar pasos nuevos en la oscuridad de la noche, de no permanecer hundidos en el pasado, de no dejarnos atemorizar por el futuro. Entonces, estaremos unidos a Cristo, caminando en pos de Él, nuestro Salvador. Y, subiendo al Calvario con Él, presentémosle los sueños, los deseos y las alegrías, junto con los sufrimientos, los miedos, las situaciones en las que bajamos los brazos. Unamos a su abandono nuestra soledad más amarga; al rechazo que sufrió, los ultrajes que hemos recibido. Llevémosle las esperanzas de una Iglesia que sea más suya y de un mundo que sea más justo, hospitalario y fraterno. Pidámosle que cargue una vez más sobre sí las injusticias, la violencia, las discriminaciones, los horrores de la guerra y todo lo que hiere a los pobres y devasta la creación.

Hermano, hermana, no estamos solos con nuestras heridas, nuestras fragilidades y nuestras culpas. Nosotros creemos que Jesús ha cargado todo el mal y el dolor, de modo que el mal y el dolor no quedan ya sin sentido y sin salida. Entonces, con Jesús cada uno de nosotros puede dar testimonio y decir: «Creo en Aquel que te busca, que sufre en mí, en las otras personas, en ti, por ti, creo en Aquel que ha dicho “cuando sea elevado sobre la cruz atraeré a todos hacia mí”. Él está ahí desde hace veinte siglos, carne de oprobio, carne de dolores, carne de rescate, y, lo quieras o no, su terrible grito “tengo sed” grita en ti. […] Y cuando en tu gran pobreza dirás: “Señor, no tengo nada que darte”, será Él quien te dé el agua viva» (M. Delbrêl, Éblouie par Dieu. Correspondance, 1: 1910-1941, en Œuvres complètes, Montrouge 2004, tomo I, 132-133).

Traigámosle los gritos desgarrados de nuestra humanidad yerma, sedienta de paz. Miremos con confianza a Aquel que «es nuestra paz» (Ef 2,14). A Él, traspasado por nosotros, abrámosle nuestro corazón. En Él confiamos. Que la sangre y el agua que brotan de su costado desciendan sobre nosotros, nos purifiquen y nos trasformen; que nos hagan profetas apasionados del Evangelio, testigos audaces de la esperanza.